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Hacía más de uno año que no pisaba Latinoamérica. En el 2017 me dediqué a recorrer las antiguas capitales del norte y los pueblos y playas del sur de Europa que me recordaron, en algunos casos, a mi lugar más preciado en el mundo. Era hora de volver a Latinoamérica.
Y así fue como después de mucho tiempo, tomarme un avión dejó de implicar viajar. Este viaje tuvo 3 objetivos: reencuentro familiar, reencuentro con Latinoamérica e inicio de un nuevo proyecto: buceo. Pero de viajar, nada (el viaje -y la gran revolución (interna) latinoamericana- llegaría un poco más tarde, en Cuba, pero ese es otro capítulo). Así llegué a las playas de República Dominicana con estas ideas en la cabeza. Y además para tomarme, después de mucho tiempo, unas verdaderas vacaciones.
Me he pasado los últimos (por lo menos) 4 años de mi vida viajando. Y si, viajé y mucho. Tanto como nunca antes lo había hecho. Pero de vacaciones… es decir, ir a un lugar a descansar, desconectarse, tirarse al sol en la playa y saber que por los próximos 10 días la rutina sería la misma, muy poco. Viajar, conocer, investigar, sumergirse en las diferentes culturas, sacar fotos, es la forma de viajar que elijo y amo. Pero lejos está de descansar.
Los primeros días de no hacer nada, fueron completamente extraños. Tenía la pulsión de salir a explorar todo el tiempo; y el pueblo donde nos quedamos a vacacionar era tan pequeño que se terminaba a los pocos metros de haber salido del hotel. Y ahí fue cuando tomé conciencia de la diferencia entre viajar e irse de vacaciones. Estas eran unas vacaciones como las que tenía en Argentina cuando era chica, que pasábamos con mi familia 15 días en Villa Gesell o Mar del Plata. Era más o menos el mismo concepto de vacaciones pero en el caribe. Entonces entendí y acepté lo que me ofrecía el lugar y me relajé los siguientes 10 días…
A esta altura del relato el que me conoce un poco, pensará que estoy mintiendo, o por lo menos le sonarán raras estas palabras saliendo de mi boca. Yo completamente relajada en un país nuevo? No, tan así no fue. Salí a explorar aquello que ocupa la mayor parte del planeta pero poca bola le damos. Tan sólo nos acercamos a sus límites y de manera superficial. Algunos le tienen miedo, respeto, otros indiferencia. Y aquellos más curiosos, aventureros y amantes de la naturaleza se acercan a ver que sucede allá abajo; otros aun más, lo convirtieron en su habitat. Si, República Dominicana finalmente ha sido un viaje. Un viaje por las profundidades el mar.
La tierra ocupa solo el 30% del planeta y allí pasamos toda nuestra vida, ignorando aquel 70% restante donde se abre un mundo aparte. Bucear no es sólo (que no es poco!) conocer la infinita y diversa vida que se esconde bajo el agua. Aun sigo alucinando con la cantidad de especies de diferentes formas y colores, la vida en abundancia que guarda aquel manto gigante de agua. Bucear es verse de repente a uno mismo en un nuevo hábitat, por lo tanto es redescubrirse, es un viaje interno. Bucear es ser consciente de todo lo que nos rodea y que somos parte ello. Es un encuentro con las profundidades de nuestro ser, de nuestro cuerpo. Bucear es escuchar el sonido de nuestra propia respiración y ser consciente de ella en cada suspiro, como fluye e influye en nuestro cuerpo; movernos suave y lentamente, flotar rodeados de agua… es volver al útero, volver a nosotros mismos. Es decir que en silencio, vedados de palabras, aprendemos de la forma más bella a vivir en el presente, en el aquí y ahora.
Por eso este viaje y autodescubrimiento subacuático se ha convertido en un encuentro amoroso con el mar, un flechazo que ha marcado mi vida de aquí en más. Sólo pensando cuándo será la próxima vez que nos volvamos a encontrar…
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