Hace cosa de muchísimos años, los cuentos de Kafka llegaron hasta mis manos y luego de mucha lectura dejaron un sueño. Conocer Praga (claro). Pero no fue sino hasta 10 años después (más o menos y por las dudas no contemos) que el destino desempolvó este sueño perdido en el tiempo, para revivirlo y hacerlo realidad.
Como si sus imponentes arquitecturas medievales, sus huellas de la guerra, del comunismo, Kafka, Kundera, el paso y la mirada profunda de los Checos, y hasta el idioma y mi propio y viejo sueño de conocer Praga no fueran suficientes motivos para hablar de una cierta sensación de melancolía que habita la ciudad, entonces conocerla en otoño, con niebla y justo en el día que cambian la hora y llega la noche una hora más temprano, acabaría con toda duda. Praga es tan bella como melancólica.
Praga no sólo tiene una historia en cada rincón, es una leyenda en sí misma, es ese «viaje en el tiempo» del que todos hablan. Es así. Su relación con el tiempo es tan profunda que no me extraña que uno de sus monumentos más épicos sea un extraño, mágico y complejo reloj del siglo XV (Cuenta la leyenda que si éste se detiene, es señal de malos augurios).
Y no basta con todo esto. Además, (paradójicamente) Praga es la capital de un país más joven que yo. Es difícil definir. Para mí, el tiempo se ha comido al espacio. Y eso es Praga, una ciudad del tiempo.