Islandia, un viaje a la luna

Por Macarena Iglesias Gualati
Viajar en: Invierno
Otras notas

¡Atención!

Antes de comenzar este viaje por Islandia, hacé click aquí para que la experiencia sea completa… Listo? Ahora si… Bienvenid@s a este paraíso de hielo…

El boca en boca, las ganas de viajar, la intuición, una palabra –auroras– o un poco de todo, me llevaron hasta este increíble paraíso blanco. Islandia, el primer paso hacia la luna. 

Nunca me gustó el invierno, tan oscuro, con sus largas noches, con capas y capas de ropa. Pero todas mis teorías se marchitaron en ese frío, casi sin buscarlo, casi sin quererlo. Como diciendo “nunca digas nunca”. 

Es difícil encontrar las palabras justas para volcar lo que viví. Fueron 4 días en los que a cada hora llegábamos a un nuevo lugar que parecía de otro mundo. Cada camino recorrido merece una historia aparte y única. Lo que es, lo que me dejó, lo que viví, el recuerdo, el aprendizaje.

Durante mucho tiempo Islandia fue un pequeño pueblo que se mantuvo literalmente aislado. Eso dio la posibilidad de mantener intacto su idioma, su cultura y su tierra con el paso de los siglos. Los islandeses son muy familiares. De hechos son una gran familia. El aislamiento durante tanto tiempo de este pequeño pueblo devino en que hoy se conozcan por primera vez dos islandeses y encuentren lazos sanguíneos tan sólo 6 generaciones atrás. Hoy cuenta con poco más de 330 mil habitantes concentrados en su mayoría sobre la capital, Reykjavik, y sus alrededores. El resto del país tiene la sensación de ser un lugar inexplorado, a punto de descubrir.

Hringvegur, la ruta circular, principal camino del país, recorre toda la isla bordeando sus costas. El norte en invierno suele estar cerrado, así que recorrí la mitad sur de la isla, como le dicen, la sonrisa. Debido al frío, el invierno, las rutas congeladas, la expansión de este país y que no sé manejar, viajé de la mano de guías islandeses. 

En la ruta circular nieva y sale el sol al mismo tiempo

«¿Son elfos de verdad?», me preguntaba mientras escuchaba sus historias contadas con una voz dulce, calma y suave. De fondo sonaba una música islandesa. No los ya conocidos Björk y Sigur Ros (en Islandia el flash de estos músicos cobra sentido). Bajo esa extensa ruta circular de paisajes tan pacíficos como imponentes sonaban voces como la de Ólafur ArnaldsJohann Johannsson (entre otros) que retrataban a la perfección el recorrido (y que recomiendo escuchar imperativamente). 

«Por ser tan pocos es muy fácil romper records», contaba el guía. «Tenemos la mayor cantidad de ganadores de ajedrez per capita, la mayor cantidad de Miss Mundo y somos el país que más libros lee. Es decir, tenemos los hombres más inteligentes y las mujeres más bellas… ¡Qué país!”. 

Pero acá la que manda es la Tierra. Esa mágica isla está ubicada justo sobre la unión de las placas tectónicas de América y Eurasia. Un viaje directo hacia el centro del planeta, un agujero que se abre año a año, unos 2 centímetros. “Nos estamos mudando a América”, bromea el guía. Islandia también es conocida como la tierra del hielo y el fuego por su gran actividad volcánica que se suele dar cada dos años. Mientras que el resto del mundo juega a transgredir y superar las leyes de la naturaleza, destruyéndola, los islandeses son muy respetuosos y conscientes de que ella es la que propone y dispone, y que viven y se alimentan de ella y gracias a ella. Es la misma actividad volcánica la que genera las industrias más grandes del país: la industria geotérmica, el turismo y la pesca. Pero esto no fue siempre así. Algo que llama mucho la atención de Islandia, es que hay muy pocos árboles. Quizá sea ésta una de las tantas razones por las cuales Islandia nos -recuerda?- a la luna (recuerdos robados, prestados, inculcados…. o recuerdos del futuro, quien sabe). Hasta el siglo XX vivían del ganado y necesitaban las tierras para los animales y los arboles para calentarse. Del 30% de bosques que alguna vez cubrieron la isla sólo queda un 1%. Hoy es una de las grandes batallas que lucha este país contra la erosión y fragilidad de la tierra a través de una gran campaña de conservación del suelo.

Y finalmente la gran pregunta, el gran deseo leitmotiv de este viaje: las auroras boreales. Un fenómeno que, aunque estando en plena temporada invernal, resulta difícil coincidir. Islandia tiene un clima muy cambiante y para apreciar este espectáculo nocturno, se necesitan previamente muchas horas de sol. Y yo sólo tenía 4 noches para que este gran sueño se vuelva real ante mí.  

Llegué a Islandia y estaba nublado. La primer noche cancelaron todas las salidas a «caza de auroras». La misma situación se repitió al día siguiente. Las posibilidades disminuían y ya me estaba haciendo la idea de que me iba a quedar con las ganas. 

Al tercer día hice la ruta de dos días por toda la costa sur, la famosa “sonrisa” de la isla. Un día en el que cada parada era más maravillosa que la otra. Tantas cosas he vivido ese día que, más que un día, parecían meses de estar viajando. Cada segundo era un tesoro preciado. No sólo vi las montañas y cascadas más imponentes, o uno de los atardeceres más bellos en Vik, la playa de arena volcánica negra. Cualquier momento en el camino era un instante mágico para detenernos en medio de la ruta a apreciar como nevaba a pleno rayo de sol, como la luz caía directo sobre una montaña nevada, como el musgo vuelve a crecer sobre los campos de lava y así el ciclo de la vida vuelve a comenzar. 

Poco antes de llegar al lugar donde pasaríamos la noche, el guía detiene abruptamente la camioneta en medio de la ruta. Estaba anocheciendo y los rayos del sol aun se extendían por el horizonte. El guía bajó la ventanilla y se quedó mirando al cielo durante un rato.Yo estaba sentada al lado de él. Trataba de mirar en la misma dirección pero no veía nada. Nos hizo bajar a todos de la camioneta y mirar cerca del horizonte, hacia el interior de la isla. Había una luz pero yo no sabía si eran los últimos rayos de sol o algo más estaba sucediendo. Yo estaba ansiosa, muy nerviosa… ¿Era o no era? De repente una línea verde cruzó todo el cielo. Ahi estaban, la magia comenzaba… las auroras boreales llegaron temprano esa noche. Era una hermosa linea verde, después fueron dos y luego desaparecieron al caer rotundamente la noche. Fueron veinte minutos. El guía sabía que, de momento, eso era todo. Y continuamos viaje. La emoción era inmensa pero ahora queríamos más. La noche recién comenzaba pero las auroras son caprichosas y coquetas. Se puede pronosticar pero no predecir. Nunca se sabe y quizá eso podría ser todo lo que sucedería esa noche. Son siempre una sorpresa.

Auroras en el atardecer

Nos quedamos a dormir en el medio de la nada, o más bien, del todo. El horario que más les gusta aparecer a las auroras es entre las 11 y las 3 de la mañana. Después de comer agarré la cámara, me alejé un poco y esperé. Pasó un rato largo. La emoción era infinita. No sentía el frío a pesar de que hacía una hora que estaba a la intemperie en pleno invierno, en la Islandia profunda. Siguió pasando el tiempo. Se escuchaba la poca gente que había en el lugar cansados, ya rindiéndose poco a poco y yéndose a dormir. Cada vez estaba más sola, en esa inmensidad, el silencio, un mar de estrellas (hacía mucho que no veía tantas juntas!) con el universo todo… y junto con él, así de repente, sutilmente, se hizo la magia… Lo que empezó como una pequeña claridad difusa se expandió, se intensificó, cambió sus formas, tomó miles de colores y llegó a ser unos de los espectáculos más impresionantes que he visto en mi vida. Ahí estaban… las auroras boreales expandiéndose sobre mi cabeza, como bailando canciones de Björk, como saludándome. Yendo y viniendo, jugando, corriendo, haciéndose más fuertes, más suaves, más intensas. Destellando colores miles, como un arco iris nocturno. Desapareciendo por completo y volviendo a renacer. Cayendo directo sobre mí, como un acto sagrado, un pacto con el universo. 

Pasadas las 2 de la mañana las auroras se iban a dormir y yo me fui a dormir con ellas, casi literalmente. Aun podía ver desde la gran ventana de mi habitación como se iban apagando. 

Todavía quedaba todo un día… qué más podía suceder?! Y la sonrisa de Islandia sonreía ante mi pregunta. La mañana comenzó en la Laguna Glaciar, un lugar que hace 100 años no existía; no había laguna, era todo glaciar. Un bello espectáculo que advierte y preocupa acerca del daño que le estamos causando a nuestra casa, la Tierra. Un glaciar que rápidamente se va derritiendo y sus aguas desembocan en el mar, llevando cubos de hielo hasta la hoy conocida como playa de diamantes. 

Finalmente llegamos al punto final de este recorrido, el glaciar más grande de Islandia: Vatnajökull. Otra nueva y mágica experiencia: caminar sobre hielo. Algunos metros más abajo todo era agua y cada paso debía ser un paso certero sobre el hielo profundo. Los colores del hielo advierten en qué parte el hielo es macizo y profundo y dónde es una fina y superficial capa, que de pisarlo, acabaría en el agua congelada. Un paso hacia lo desconocido, una nueva adrenalina que aumentaba en cada paso al escuchar el sonido del hielo crujir bajo mis pies.

La noche caía, el viaje iba llegando a su fin. Yo no salía de mi asombro y una nostalgia profunda me invadía. No me quería ir, pero Islandia me volvió a dejar sin palabras. Fue como un abrazo de despedida aquella última noche que por un rato las auroras aparecieron una vez más.

Las semanas que van pasando y me distancian de este viaje no menguan mi sensación de estremecimiento. Esas sensaciones, esas imágenes y recuerdos son tan fuertes y están tan vivos en mí, que cierro los ojos y vuelvo a estar allá. Es la misma sensación de hacer algo por primera vez. Islandia tiene algo realmente mágico. Cada paso fue un nuevo encuentro con lo desconocido, con el mundo, tan puro, tan virgen, tan él… Fueron cascadas, montañas, geyser, volcanes, lagos, ríos, océano, playas de arena negra, de diamantes, glaciares, campos de lava, el sol jugando una pulseada con una nevada, auroras boreales en el atardecer y auroras boreales en plena oscuridad, a mitad de la noche, en el medio de la nada, en la cima del mundo… 

Geyser Strokkur

Una vez más la naturaleza me enseñó cuan sabia, hermosa, perfecta e inmensa es. Me enseñó el respeto que se merece con sus volcanes. Me enseñó sobre la paciencia, al esperar sin previo aviso, que de un momento a otro el geyser erupcionara o aparecieran mágicamente las auroras boreales en medio de la noche profunda. Me enseñó como estamos conectados, como somos un todo, cuando me metí abajo de la cascada o las auroras boreales me transformaban en un puente que unía el cielo y la Tierra. Me enseñó a vivir en el presente y ser consciente de cada paso, al caminar por el glaciar y así aprender dónde pisar firme y dónde la base es superficial, inestable, una lección para toda la vida. Vi el glaciar llorar, es decir, derretirse y volverse laguna y así ver y entender el daño que la ignorancia y ambición de la humanidad le está causando al tesoro más preciado que tenemos. 

Todo era un profundo suspiro que me dejaba sin aliento, un cita amorosa con la naturaleza, un regalo del universo y la conexión infinita con el todo. Estamos conectados. No fue un viaje pensado, pero tampoco fue casual que haya ido a Islandia esos días. El mundo me hizo un regalo y la felicidad de haberlo escuchado es eterna.