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Después de 2 largas horas en barco (no soy amiga de los barcos cerrados que se hamacan constantemente), llegamos un lunes por la noche a nuestro último destino: Isla de Creta.
La primer parada fue Rethymno. Una hermosa ciudad costera, que además, tiene el encanto de ser una ciudad universitaria, la tercera del país, lo cual quiere decir que goza de un ambiente cálido y muy juvenil todo los días. Siendo lunes, encontrarse con fiesta, música en la playa y gente por todos lados (y de todos lados) fue una grata sorpresa de bienvenida a la isla.
Creta es tan rica, no sólo por sus pequeños pueblos costeros, sus paisajes mediterráneos paradisiacos, su historia y mitología o su gente alegre y cálida. Esta isla también es un lugar bisagra en el Mediterráneo. Creta no es Europa, ni Asia, ni Africa, sino el punto de encuentro de todas estas grandes y diversas culturas. Y entre tanto movimiento en la calle, gente bailando, música latina, calor, playa, noche, tragos en vasos de coco, yo tenía que hacer un esfuerzo todo el tiempo para ser consciente de dónde realmente estaba ubicada en el mapa. Porque para mí, además, tenía un sabor a Latinoamérica. Fue como volver a casa por un rato.
De las dos ciudades que visitamos en Creta, Rethymno fue mi preferida. Es más pequeña, más acogedora, con este espíritu multicultural, joven, relajado. Chania fue la otra, quizá la más famosa e igualmente bella. Ambas con sus antiguos puertos venecianos, sus callejones encantadores, sus casas, sus balcones, sus miles de años de historia y el paso de diferentes pueblos que han dejado su huella. Pero no conforme con tanta belleza fuimos a descubrir un paisaje nunca antes visto por mis ojos. Esos lugares son mis preferidos… No existe momento como la primera vez. Una situación, una persona, un paisaje, una experiencia que te pone en un lugar completamente desconocido hasta entonces. Ver, sentir algo por primera vez, es descubrirse a uno por primera vez, un nuevo ser, una nueva forma de ver las cosas, de accionar e interactuar uno con el mundo. Y es en ese preciso momento que uno experimenta un crecimiento en tiempo real. Un instante en que se siente la vida misma latiendo. Algo que solíamos tener a menudo durante la infancia. La exploración y ese crecimiento eran parte de nuestra cotidianidad. Por eso, aquellos pocos años de vida cambian tanto entre uno y otro. Y a medida que vamos creciendo eso parece desvanecerse en una secuencia de acciones repetidas que no dan lugar al descubrimiento de nuevas experiencias. Será por eso que me apasiona tanto viajar, que se ha vuelto una adicción, no sólo en mi, sino que cualquiera que lo vive. Porque cada día es un mundo nuevo por descubrir, pero por sobretodo, por descubrirnos a nosotros mismos y expandirnos, entendiendo que somos parte del todo. Este mágico mundo que me ha regalado bosques, mares, montañas y playas de todos colores.
Aquel día, en Creta, descubrimos un nuevo color que une la tierra con el agua. Un suave tono rosado se extiende en las orillas de Elafonisi. Esta maravilla se la debemos a un pequeño organismo marino conocido como foraminifera, aunque me gusta más su nombre mundano, “arena viviente”. Cuando muere este organismo, constituido por una concha de varias capas, es llevado por la corriente del mar hasta la orilla, junto con restos de coral, que juntos tiñen la costa de este color especial. Es así como el que se atrevió a ser curioso le ha encontrado su explicación a la magia que nos rodea. Sin embargo, la belleza, la perfección de la naturaleza, por mucho que queramos racionalizarla, sigue conmoviéndonos hasta el infinito con su minuciosidad en los detalles con los que ha condimentado cada rincón del mundo.
Pero no es fundamental viajar lejos para crecer y descubrir el mundo. Nos rodean todo el tiempo pequeños grandes detalles y momentos únicos. Cuando llegué a casa mi cactus estaba gestando una flor, que vi crecer día a día hasta hoy que se abrió. Un amigo se sorprendió porque no sabía que los cactus daban flores. Yo lo sabía pero me sorprendió aun más semejante belleza. Una enorme flor roja nació de mi cactus amarillo. Y ese detalle, como tantos otros que suceden día día, me mantiene en viaje hasta el próximo viaje dentro de este gran viaje, que es la vida misma… así que si querés viajar, sólo hay que abrir los ojos.